domingo, 16 de diciembre de 2007



"RETAZOS"
Por Graciela Zavala *

"... Cuando llegaba Carnaval aparecían los disfraces. Semanas antes del esperado Domingo, la máquina de coser no cesaba de sonar gracias al pedaleo continuo de los pies de mi mamá.
Siempre se utilizaban telas que ya se habían usado antes para otros menesteres y sólo a veces, se compraban nuevas.
En casa sobraban retazos, pedacitos de entretelas, bolsitas con galones, tules, gasas, alguna pluma. Todo se guardaba pues seguramente se lo podía volver a usar. Y realmente se lo usaba tiempo más tarde.
Nos disfrazábamos mi hermana y yo.
Cada una elegía su disfraz siempre asesoradas por mamá. Eso sí, las dos iguales, pero iguales, iguales; sólo cuando fuimos más grandes nos hacía dos variaciones del mismo disfraz a cada una.
En los días previos, no nos acostábamos a descansar en la siesta.
Aprovechábamos ese tiempo para probarnos los moldes, luego los vestidos y más adelante los accesorios. Eran unos momentos muy especiales.
Mi mamá nos explicaba minuciosamente como era el personaje que representaríamos.
Cuidaba mucho todos los detalles.
Nos transmitía todos los motivos por los cuales la vestimenta era así o “asá”, y por supuesto nos ponía al tanto de las historias, leyendas o comentarios varios sobre el personaje en el cual nos transformaríamos. De esta manera, pretendía que luzcamos maravillosamente perfectas.
Con toda esa información teníamos que transmitir el porte, el estilo, la actitud necesaria para recrear el personaje elegido.
Así fue como dimos vida a Hawaianas, Hadas, Bailarinas de Charlestón, Modelos de Courreges, y más tarde a Piratas, Hippies, Gitanas, etc.
Eran días maravillosos.
Durante las siestas calurosas de esos febreros, en mi barrio se jugaba “al Carnaval”, a baldazos limpios y con las temibles bombitas. Sin habernos citado previamente, todos los chicos nos preparábamos para la batalla.
Las mujeres se reunían casi siempre en mi casa y los varones en la casa de Carlitos y Claudio.
Nosotras queríamos que respeten las “reglas elementales” del juego, casi todas inspiradas por mi mamá: “No tirar bombitas en la espalda”, y mucho mejor aún, “no tirar bombitas” ; esperar a que salgamos de la casa para mojarnos “no hacerlo dentro del jardín” donde estaba la canilla cargadora del líquido elemento; “no correr por la calle, solo jugar en la vereda”; “no tirar agua a la gente o a los chicos que estaban vestidos para salir” ; en fin muchas, muchas condiciones que garantizaban un sano esparcimiento. Lástima que cuando empezábamos a jugar…se nos borraban los recuerdos y se armaban unos líos enormes.
Chicas contra varones en luchas implacables.
De repente, por encima de los techos, o desde la terraza o asomándose por la ligustrina un adulto se incorporaba al juego, echándole un baldazo a la mamá o al papá de alguno de nosotros. Entre la sorpresa y el griterío se iniciaba un nuevo juego, mi mamá se metía rápidamente adentro y cerraba la puerta y las ventanas, no toleraba que la mojaran, le daba mucho miedo. Mi papá en short y ojotas y balde en mano atosigaba a cuanta vecina apareciera.
De pronto era el vale todo, y muchas veces en el apuro cargábamos los baldes con el agua estancada de la calle que además de sucia estaba calentita. Siempre algún otro tiraba agua jabonosa… A veces aparecía algún camión lleno de gente con bombitas y baldes con agua, que vaya uno a saber de donde venían, en ese momento todos nos uníamos y éramos barrio contra camión.
Si estábamos jugando alocadamente le tirábamos a los autos que pasaban y les caía el agua por la ventanilla mojando los asientos y también al colectivo 5, el azul y celeste, que pasaba por nuestra cuadra.
Alguna vez, se bajó el chofer a amenazarnos, mientras los pasajeros protestaban a los gritos…. Todo era muy divertido, sobre todo cuando jugábamos, chicos y grandes. Claro que también ocurrían otras cosas: alguna nena siempre lloraba, algún nene siempre se resbalaba en la calle, otros vecinos siempre protestaban porque era la hora de la siesta; en fin, el juego, el barrio.
En determinado momento, vaya uno a saber como, el juego declinaba y todos entrábamos a nuestras casas. Al rato, se secaban los halles y se arreglaban los jardines y hasta se barrían las veredas, levantando los pedacitos de goma de colores de las bombitas. Todo quedaba en orden y en silencio.
En ese momento, dentro de los hogares, comenzaban los chicos a bañarse y a tomar la leche para luego disfrazarse y salir a la vereda a continuar los festejos carnavaleros.
Recuerdo aún el momento maravilloso frente al espejo, cuando nos mirábamos vestidas en forma completa y definitiva, con el maquillaje según correspondiera y con el peinado elegido.
Si todo estaba perfecto tomábamos los accesorios: boquillas con cigarrillos, espadas, panderetas, castañuelas, lo que correspondiera y al concluir esta ceremonia caminábamos por primera vez como nuestro personaje, como sabíamos que debíamos hacerlo.
Mágicamente éramos otras.
Y las tías, mi abuelo, y mis papás nos aplaudían contentos.
Pero aún faltaba el momento más importante: salir a la vereda para que nos vieran los vecinos. Pasear por el barrio mostrándonos y más tarde ir, al club a jugar con papel picado y a desfilar en el escenario. A veces ganábamos premios, unas copas chiquitas plateadas con asas en forma de alitas que nos daban en el Club 9 de julio.
Otras noches íbamos al Club 25 de Mayo donde se organizaban bailes familiares y no solo Carnaval Infantil. Allí se veían las “mascaritas”, los que se ponían una sábana sobre la cabeza a la cual le perforaban dos agujeros para los ojos y un tajo para la boca, que luego se pintaban por fuera con lápiz labial. También había mucho antifaz y muchos señores y señoras disfrazados muertos de risa.
El lugar se llenaba de serpentinas, y te metían papel picado en la boca, mientras se corría entre las mesas, que se tambaleaban., y había que agarrar los sifones y los vasos de vidrio grueso y los platitos de las picadas.
Si cruzabas la pista, te sorprendían con un chorrito helado en el cuello de los lanzaperfumes y al querer escaparte te chocabas con las parejas que bailaban. En uno de esos años, la vecina Delia con su esposo Juan Carlos, el papá de Rosita, Lidia y Carlos y mi papá decidieron organizar un festejo barrial.
Se fueron sumando otros y a la vuelta de casa se colgaron lamparitas de vereda a vereda, se sacó un tocadiscos al jardín, y se armaron bolsitas de papel picado color violeta hecho con los papeles que envolvían las manzanas de la verdulería, también consiguieron serpentinas. Cuando se hizo de noche, comenzó la fiesta. Al rato éramos un montón de chicos con un montón de padres y de abuelos. Todos bailábamos y se hacían rondas o trencitos. Risas y más risas, ¡Qué lindo estar todos juntos!
Cuando giré mi cabeza no podía creer lo que veía, mi papá, el papá de Rosita y con Carlos y no sé con cuantos más se aparecieron disfrazados de mujeres al compás de una rumba. Mis ojos se abrían cada vez más mientras los chicos aplaudían y se reían. Las vecinas estaban se divertían tratando de adivinar quien era aquella rubia, con tanta panza y tanta teta y esos bigotes negros…. A mi mamá eso no le gustaba.
Esa noche mi emoción alcanzó momentos de desbordes y luego me dormí feliz.
Inevitablemente fuimos creciendo.
Ya no éramos más esas nenas. Ahora teníamos auto y salíamos a la noche al corso de la Boca, con papá y mamá. Eran los años del Bombero Loco y mientras caminábamos por la calle nos mojaban irremediablemente. Recuerdo la risa de mi padre y las protestas de mi madre. Como nos divertíamos con mi hermana y como mirábamos a los chicos tratando de que nuestros padres no se den cuenta.
El Carnaval siguió invitándonos aunque mi papá ya no estaba con nosotras, eran otros festejos.
Ya no estábamos en el barrio, ahora vivíamos en el centro, y era el Corso de la Avenida de Mayo el que nos recibía. En esos años, te mataban a golpes en la cabeza con los martillos plásticos. Una masa de gente iba y venía por la ancha avenida sin ton ni son, en esos días que aún eran feriados. Al recordar estos nuevos tiempos, siento que la angustia se apodera de mis recuerdos. Ya nada era igual.
Llegó la espuma, pero para mí, nunca fue un juego divertido aunque su presencia era infaltable en los grandes bailes de los grandes clubes: Gimnasia y Esgrima, River, Comunicaciones, YPF.
Sentadas en mesas alrededor de la pista, con mamá al lado, esperábamos que nos invitaran a bailar. Algunas veces nos acompañaban amigos, otras íbamos las tres solas. Para mi sorpresa siempre alguno se acercaba a sacarnos. Esos bailes en ese momento eran para mí, casi tristes.
La melancolía de lo imaginado frente a lo que realmente ocurría producía un hiato insalvable. Tanta gente y tan solas.
Mientras la música aturdía y el ritmo del baile me hacía cansar, mi cabeza no podía evitar el torbellino de recuerdos.
Todo terminaba en la madrugada. Se iniciaba el silencio. La vuelta en colectivo a casa se tornaba estremecedora.
De todas maneras no hubiéramos podido quedarnos en el departamento sin salir, era Carnaval, momento de sabernos vivas..."

"...Es de noche, y en el empedrado brillan unos hilos de agua bajo
el cordón de la vereda. Demasiada gente esa noche en la calle. Yo
era una niña pequeña, y de la mano de mi papá me acercaba al
borde de la muchedumbre para escuchar los bombos.
El papel picado empieza a volar por el aire, y a lo lejos veo
aquellos muñecos…, con sus gigantescas cabezas que se bambolean al
compás de la música. Al acercarse, los observo. Todos aplauden,
mientras desfilan los bailarines, los zanquistas, las mascaritas y
los señores de los bombos y platillos.Algo nuevo he visto esa noche
y aún no lo he olvidado.
Ya no soy una niña.
Y gracias a ese momento inicial puedo disfrutar la murga de
hoy. Hoy yo soy parte de una de ellas.
La calle, la gente que se acerca, los perros que pasan, los
niños. Esos niños, como lo era yo, que ahora abren sus ojos con
sorpresa y me miran y en ellos yo miro a la niña que fui. A la niña
que soy.
La Murga y su simpleza, sus simples pretensiones.
Mostrar la realidad que duele. La realidad de un pueblo que
encuentra en el carnaval una manera de decir lo que piensa, lo que
siente, lo que sabe, lo que no calla.
Caminar sobre los empedrados de Buenos Aires, con las calles
iluminadas por las bombitas de colores y las guirnaldas y los
pasacalles. Contener al borracho que se acerca. Saludar al mendigo
que baila. Esquivar desfilando a los que se cruzan. Cantar y decir.
El bombo y el platillo que marcan el ritmo del corazón que
parece que se sale del pecho, junto con el alma.
La gente, con gestos alegres y serenos, otros asombrados y
hasta los de cara tristes, penosas. Las banderas, los estandartes,
los trajes. Los colectivos con los murgueros. Los camiones con la
gente al viento.
Esa niña que miraba desde el cordón de la vereda de la mano de
su papá, esa niña que descubría los Cabezudos de papel pintado, esa
niña disfrutando de la noche, de la calle, de la murga, esa niña
está conmigo desfilando.
La murga me ha devuelto mis primeros asombros..."




*Graciela forma parte, junto a su hijo "El Rubio", del Centro Murga Los Pitucos de Villa del Parque. Lo que aquí publicamos son dos fragmentos, dos "retazos de vida" sobre el carnaval tomados del libro MAREAS (2003) de su autoría y generosamente enviados por ella para ser compartidos en el grupo ¡Dale Murga!

No hay comentarios.:

Publicar un comentario